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Iker Casillas, el mejor portero en la historia del Real Madrid y España cuelga los botines

Iker Casillas puso fin a su carrera como futbolista después de pasar más de 20 años bajo los palos, entre los que vivió grandes alegrías y tristezas

Han tenido que pasar 15 meses para que Iker Casillas, uno de los mejores porteros de la historia, confirmase lo que todo el mundo sabía y sólo él se había resistido a admitir. A los 39 años, el gran símbolo del fútbol español cuelga los guantes, unas semanas después de su renuncia a liderar una candidatura para presidir la Federación y con el cargo de embajador del Real Madrid como siguiente paso. Es la despedida de un genio que quizás alargó su decadencia, pero no borró una leyenda que empezó a escribir su final hace algo más de un año.

El 1 de mayo de 2019, en un hospital de Oporto, Iker se mostró tan vulnerable como cualquier mortal. Aquel infarto agudo de miocardio, por mucho que se empeñara, suponía el golpe de gracia a su carrera. De nada servirían los intentos de apurar, desde la pretemporada, su último año de contrato. Atrincherado en su refugio de Twitter, Iker salía al paso de los más estúpidos chismorreos. Y abría fuego a discreción. Cualquier cretino podía lograr respuesta del portero que había conquistado al mundo con cara de no haber roto nunca un plato.

Hubo una época en que todos los adolescentes queríamos ser como Casillas. Para que nos sacaran de clase en el instituto y nos incluyeran de urgencia en una convocatoria de Champions ante el Rosenborg. O para que la mala suerte cayera sobre nuestros enemigos como caían las lesiones sobre Bodo Illgner o Albano Bizzarri. Pero sólo Iker fue capaz de reunir tanto talento y tanta fortuna antes de la mayoría de edad. A los 21 años ya había levantado dos Copas de Europa. En París aún no se atrevía a tutear a Raúl o Fernando Redondo, pero camino de Glasgow fue capaz de desafiar a Vicente del Bosque. Sus minutos finales ante el Leverkusen simbolizan la esencia de su genio.

Unión de por vida con el Real Madrid

La Novena sólo fue el preludio de una década de grandes contrastes, tan funesta para el Madrid como esplendorosa para su portero. El punto culminante llegó el día de San Valentín de 2008, con el contrato vitalicio extendido por Ramón Calderón. “Me siento valorado. Por encima de todo quiero dar las gracias a los aficionados, que me han apoyado siempre”, proclamaba Casillas, que ya competía en el corazón de los madridistas con Raúl, al que por supuesto también le habían entregado otro cheque en blanco.

Era el signo de aquellos tiempos. La euforia sin medida de una España aún no arrasada por la crisis, donde incluso Luis Aragonés osaba con el apelativo de La Roja. En la Eurocopa, el seleccionador que había apartado al ‘7’ ceñía el brazalete en las mangas tijereteadas de su guardameta. Después de cada arenga, Zapatones preguntaba: “¿Algo que añadir, capi?”. Y como toda réplica asomaba una media sonrisa. Porque Iker no era un líder dentro del vestuario. Nunca lo fue. Él se conformaba con ser el mejor del mundo en su puesto. Así debió acatarlo Gianluigi Buffon durante la tanda de penaltis en Viena que cambió para siempre el rumbo de la Selección.

En su plenitud física, a los 26 años, Iker tenía un club y un país rendidos a sus pies. Nadie, ni siquiera Alfredo di Stéfano, había sido capaz de aunar voluntades en torno a estos dos conceptos. Y mucho menos hacerlos converger en una sola imagen: la del héroe alzando la Copa del Mundo en Johanesburgo. Cada madre, cada abuela, fantaseaba con un yerno así, tan firme ante Arjen Robben como galante ante Sara Carbonero.

Aquel beso en directo en Telecinco fue a la cultura popular del siglo XXI lo que la peluca de Santiago Carrillo a la Transición. La constatación infalible de que todo saldría bien. De que el banco nos iba a seguir financiando la hipoteca de la casita en la playa y las llantas del 4×4. El orgullo de sentirse español no entendía por entonces de banderas, ni de odios ancestrales. Del Bosque, el hijo del ferroviario, era anunciado en los salones como marqués. Los chistes de Pepe Reina hacían reír a las dos Españas, que se marcaban un pasodoble al compás de Manolo Escobar.

La llegada de Mourinho al Madrid

Entonces, en el verano de 2010, llegó José Mourinho para hacer saltar por los aires todo ese mundo de algodón. La guerra sin cuartel contra el Barcelona, desde el césped a las ruedas de prensa, sorprendió a Iker entre dos fuegos. Por un lado, las llamadas a la yihad de los nuevos custodios de las esencias. Por otro, el petulante civismo de Xavi Hernández y Carles Puyol. Sobre el césped, por mucho que se empeñaran los críticos, siguió rindiendo a gran nivel durante las dos primeras temporadas del portugués.

Sus virtudes se fundamentaban en la potencia de sus piernas y en los reflejos sobrenaturales. Con el pie, sin embargo, a menudo apuntaba hacia el desmarque de Cristiano Ronaldo y el balón se perdía por el Paseo de La Habana. Nunca había disfrutado con los entrenamientos, pero ahora, además, debía escuchar la cantinela de la meritocracia para mantener el puesto. En cierto modo resultaba comprensible. ¿Quién de ustedes se quedaría una mañana de agosto a las órdenes de Silvino Louro? La Eurocopa 2012 fue su canto del cisne. La lesión, tras la patada involuntaria de Álvaro Arbeloa, el comienzo del fin.

Todo se torcía sin remedio para Casillas, que veía difuminarse en unas semanas el prestigio atesorado durante años. Antonio Adán fue sólo un brindis al sol de Mou, pero Diego López se confirmó como un rival de indudable categoría. Había que competir mañana y tarde, miércoles y domingo… Entonces, en el peor momento, Iker se enrocó. El Bernabéu le recordaba los ejemplares precedentes de Juanito o Santillana, aunque él jamás quiso resignarse a la suplencia. Ni siquiera con Carlo Ancelotti, que le regaló el caramelo de la Champions, volvió a encontrar su sitio bajo palos.

La final de Lisboa contra el Atlético y el esperpento ante Holanda en el Mundial fueron la cruda evidencia de que el Madrid y España necesitaban otro portero. A rebufo de Keylor Navas y David de Gea, aún pudo redondear sus estadísticas: un promedio de 1,04 goles en contra tras 725 partidos con el Madrid y sólo 0,55 en 167 con la selección. Su fichaje por el Oporto no interesó demasiado, como también ahora su adiós pasa de puntillas entre el calor, los rebrotes y el Rey emérito. Tal vez debió irse mucho antes, pero la Historia, como siempre hace con los grandes, le absolverá.

Redacción

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