La decisión de las plataformas de internet de cerrar las cuentas de Donald Trump desató un torbellino que no cesa. Después de pronunciar un infame discurso, el pasado 6 de enero, en el que incitó a sus militantes a la toma del Capitolio, las principales redes sociales suspendieron las cuentas del entonces presidente estadunidense; a los pocos días, las cancelaron de manera definitiva. Twitter recién aseguró que esta decisión es irreversible inclusive si Trump volviese a competir por la presidencia en 2024.1
Aun en ese escenario, el presidente de aquel país contó con una considerable batería de recursos: conferencias de prensa, entrevistas, exposición en cadena nacional. Sin embargo, Trump quedó expulsado de la esfera digital, esa arena de comunicación clave que usó como trampolín político a la presidencia de su país y como trinchera para apuntalar su autoritario estilo de gobernar. Perdió, pues, uno de los principales sustratos de su poder: la posibilidad de comunicarse, libre de cualquier mediación, con sus simpatizantes; así como la oportunidad de hilvanar, sin edición alguna, su extremista y pendenciera narrativa política.
En respuesta, la discusión académica, que se viene dando desde hace varios años en diferentes puntos del planeta, sobre si es necesario regular las redes sociales se azuzó todavía más. ¿Se trató, en efecto, de un acto de censura? ¿Por qué cancelar sus cuentas una vez que perdió la reelección, si desde la campaña de 2016 los mensajes de Trump en redes sociales violaban las reglas de la mayoría de éstas? ¿Por qué no cerrar también las cuentas de redes sociales de otros gobernantes que atacan a la disidencia y a los periodistas de sus países, tales como el primer ministro de India, Narendra Modi, y el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte?
La consecuencia más relevante de este evento es que la evidencia del enorme poder de las plataformas de internet para moldear las conversaciones de las personas sobre sus temas de interés, sobre las noticias registradas por los medios de comunicación tradicionales y sobre los mensajes directos de sus gobernantes, salió de la capilla de los especialistas para situarse en el centro del debate público y, en este sentido, en las agendas de diversos mandatarios alrededor del mundo. Angela Merkel consideró que se trataba de una decisión de menos problemática; mientras que López Obrador, si bien condenó el uso de las redes sociales para incitar a la violencia, apuntó que se trataba de una afrenta a la libertad de expresión, un flagrante acto de censura.2
Este episodio encapsula, por lo menos, cuatro preguntas medulares del debate alrededor de las plataformas de internet y su relación con una sociedad democrática. ¿Quién determina qué expresión puede circular? ¿A partir de qué rasero normativo se toma esta decisión? ¿Cuáles deben ser las características del procedimiento para someter a escrutinio las expresiones? ¿De dónde proviene su legitimidad para realizar esta tarea?
Desde la segunda mitad del siglo XX, cuando menos, en la mayoría de los países occidentales la libertad de expresión operó en un sistema legal público, anclada a una estructura estatal diseñada a partir de valores constitucionales y potenciada por un amplio abanico de tratados internacionales y de leyes que detallaban figuras clave como difamación, privacidad, discurso de odio y, por supuesto, que tasaban a su vez los daños y consecuencias legales de ciertas expresiones. Los responsables últimos de resolver los conflictos en torno a este derecho han sido los jueces. Ellos son los encargados, a partir de procedimientos propios del litigio constitucional, sea al interior de cada Estado o en tribunales internacionales, de definir los límites y alcances de esta libertad.
En el mundo en línea, por su parte, quienes deciden qué expresión puede circular son, en primera instancia, algoritmos diseñados por estas redes sociales para aprender, a partir de gigantescas bases de datos, a discernir qué contenido eliminar en las plataformas; luego, cuando ciertas expresiones escapan a estas herramientas tecnológicas, porque su significado es dinámico y contextual, empleados de estas plataformas se encargan de definir la suerte del contenido a partir de los estándares comunitarios propios de cada red social. Estas reglas no están atadas a ninguna norma constitucional ni tratado internacional, se trata de pautas que las plataformas digitales ajustan de manera constante en función de sus intereses comerciales, el tipo de comunidad que quieren crear y los problemas que se presentan en torno a qué expresión deben permitir. Cada usuario suscribe estas reglas al momento de abrir una cuenta en redes como Facebook, Twitter o Instagram. Por último, el procedimiento para solicitar que se elimine —o se restablezca— cierto contenido, aunque es distinto en cada plataforma, tiende a ser opaco, discrecional e inequitativo. Un ejemplo: las figuras públicas o celebridades a menudo pueden dirigirse de manera directa con personal de una red como Facebook para disputar sus decisiones sobre algún contenido, mientras que los usuarios comunes carecen de estas ventajas a pesar de que sufran acciones similares por parte de las plataformas.
En el fondo, el surgimiento de los intermediarios en línea implica una nueva lógica de la expresión en la historia de la humanidad y del conocimiento. Y, por ello, estas plataformas ofrecen una respuesta inédita a una pregunta también de enorme importancia para una sociedad democrática: cómo identificar qué información es relevante y cómo distribuirla sin caer en errores, prejuicios o manipulación.3
Son varios los resortes que definen este complejo mundo de la expresión en línea. Un aspecto imprescindible, por ejemplo, es el abaratamiento del costo de la expresión que, a su vez, ha tenido como consecuencia un exceso sin precedentes de ésta; de ahí la necesidad de complejos sistemas de moderación de contenido a gran escala —con los costos para la expresión que esto implica aun en escenarios de reducidos márgenes de error. Otro elemento es el modelo de negocios de estas plataformas que consiste en monitorear a sus usuarios, enviarles como anzuelo un contenido personalizado, modificar y manipular su comportamiento para que interactúen cada vez más y, por último, vender esa atención a la industria de la publicidad. Hay que mencionar que esta dinámica tiene un enorme impacto en cómo y con qué potencia se distribuye el contenido de una plataforma entre sus usuarios, propiciando, entre otros, un efecto de burbuja informativa.
Un asunto más relevante todavía, para justificar que una eventual regulación por parte de los Estados sea en sus respectivos ámbitos o en un esfuerzo conjunto a través de instrumentos internacionales, es que mientras este mundo en línea se posiciona a gran velocidad como el espacio por antonomasia de la expresión pública, irónicamente no se trata en sentido estricto de un espacio público. Al menos no como son los sistemas educativos públicos o las administraciones gubernamentales, ni tampoco en el sentido de que estén abiertos al público como lo están parques, calles y banquetas.4 Las plataformas de internet son fundamentalmente propiedad privada. Es más: internet es una red que está integrada por diversas capas, aunque la mayoría de nosotros únicamente conocemos la última de éstas: Google, Facebook, Instagram y un larguísimo etcétera. Debajo de estas aplicaciones existe una infraestructura de varios estratos que conforman a esta red.5 Salvo algunas excepciones, el edificio tecnológico que hace posible internet es propiedad privada sujeta a una regulación estatal menor.
Al respecto, una respuesta común es que ésa es la naturaleza de internet: un espacio libre de interferencias y controles, ajeno a regulaciones estatales. Sin embargo, si bien es cierto que el diseño inicial de internet partía de una arquitectura inédita de protocolos abiertos encaminada a establecer una red libre y global, este diseño tecnológico estaba abierto a un diverso abanico de opciones para su desarrollo. En la década de los noventa, impulsado por la administración del presidente Clinton,6 se apostó por un esquema de libre mercado a ultranza y, como apuntamos, que generara riqueza a partir de la extracción de datos de los usuarios.7
Se trata, para no pocos, del pecado original de internet.8 O, más bien, del modelo por el que se apostó para exprimir la capacidad de esta infraestructura tecnológica, y que se ha vuelto dominante en el mundo occidental. Una de las consecuencias de seguir este esquema fue precisamente el ascenso de las plataformas de internet como intermediarias clave para conectar un amplísimo universo de intereses alrededor del mundo. El desarrollo ha sido tan abrumador que, contrario a la idílica estampa de imaginar internet como un jardín de la libertad, lo que tenemos ahora es más bien un poder marcado por dos características: una enorme concentración y, al mismo tiempo, amplias ramificaciones al grado de incidir en prácticamente cada una de las esferas de lo social. Es decir, en un puñado de plataformas digitales, junto con las aplicaciones que gravitan alrededor de sus programas gratuitos para su desarrollo, se concentra buena parte del internet occidental. Esto significa que hoy ya existe una regulación de internet: la que trazan y hacen cumplir las plataformas privadas. Por supuesto, tampoco es deseable un internet atado a una raíz autoritaria como la del Estado chino. Pero entre éste y el modelo de Silicon Valley caben un sinfín de grados y matices de enorme utilidad para repensar la plataformización de internet.
El ascenso de estos nuevos poderes privados globales, atados a muy pocas y delgadas correas de responsabilidad frente a la estructura estatal, pero a su vez con una incidencia decisiva en el discurso público contemporáneo, tiene un claro tufo feudal. Es cierto: hablar de una vuelta al sistema feudal puede sonar exagerado, si se imagina que este estadio es propio de sociedades primitivas y en constante conflicto. Pero si, más bien, se entiende como un espacio en el que las decisiones que afectan a las personas no se toman con su participación ni de manera pública, es decir, si se trata de una dinámica de sometimiento en el que un reducido grupo de personas cambia la situación normativa del resto de la población a través de la acción privada y unilateral, entonces, una refeudalización no es descabellada o, por lo menos, no depende del desarrollo económico, cultural ni tecnológico de una sociedad.9
Facebook, por ejemplo, a finales del año pasado, echó a andar uno de sus experimentos más ambiciosos: su Consejo Asesor de Contenidos (Oversight Board for Content Decisions), cuyo principal propósito consiste en seleccionar y revisar un determinado número de las apelaciones de los usuarios de esta plataforma de internet respecto a sus decisiones de contenido. Es decir, es la última instancia en el interior de esta empresa para dirimir conflictos relacionados con sus estándares comunitarios y las expresiones que circulan en ella, a partir de lo que suben sus más de 2000 millones de usuarios alrededor del mundo. En los últimos meses, esta especie de Corte Suprema de Facebook ha emitido sus primeros fallos y se espera que en estas fechas decida si la cancelación de la cuenta de Trump en esta plataforma fue atinada y, en su caso, si debe ser definitiva.
Desde que empezó a gestarse este consejo, como es fácil de imaginar, se han esgrimido críticas respecto a si sus integrantes cuentan con garantías adecuadas para asegurar su autonomía o si su diseño es adecuado para abordar los eventuales daños de esta plataforma al sistema de expresión. No obstante, como bien apunta la académica Kate Klonic, probablemente quien mejor entiende la operación del sistema de moderación de contenidos de este intermediario en línea, hay que tener presente un debate previo y que gire en torno al hecho de tener un tribunal mundial privado que define derechos públicos —como la libertad de expresión— para una plataforma corporativa e independiente. Se trata, según Klonic, de una nueva era, un punto de inflexión hacia una inédita y permanente estructura de poder de estas empresas de tecnología. Un poder que no se había visto antes, en el que estas empresas trasnacionales ejercen un control inédito de la infraestructura de las comunicaciones y expresiones alrededor del mundo.10
¿Cuál es, en este sentido, la legitimación de Facebook para adoptar e imponer ciertas decisiones que cambian la situación normativa —derechos y deberes— de quienes conversan en el mundo en línea? ¿Por qué un tribunal privado, sin ninguna responsabilidad democrática, está definiendo los límites y alcances de aspectos indispensables para la dinámica democrática como la libertad de expresión y el poder de comunicación de los gobernantes? Ése es el centro del debate, y que implica una reedición de una vieja y central preocupación del pensamiento demócrata liberal: ¿cómo evitar la fusión entre verdad, información y poder en tiempos de internet?
Saúl López Noriega
Profesor e investigador de tiempo completo del CIDE.
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