Escribe León Krauze
El presidente más poderoso de América se llama Nayib Bukele. El 28 de febrero, los salvadoreños dieron a Bukele un margen inédito en la Asamblea Legislativa. Con el control de la mayoría calificada, hecha de congresistas que le son leales, Bukele determinará el rumbo de la agenda de su país, incluida la fiscalía, la Suprema Corte, reformas constitucionales, proyectos de infraestructura, criterios presupuestales y un considerable etcétera. Bukele concentrará todo el poder. El Salvador no había visto nada parecido en todo el periodo de la posguerra.
Vale la pena comprender a cabalidad el fenómeno Bukele no solo para reflexionar sobre el futuro de El Salvador sino como atisbo de posibles paralelos con otras democracias, incluida la mexicana. Lo primero que hay que entender es que el éxito de Bukele no se explica sin las décadas de atropellos y corrupción de ARENA y el FMLN, los dos grandes partidos salvadoreños. Este no es un fenómeno exclusivo de El Salvador. Sucedió en Venezuela con Hugo Chávez, que aprovechó la indignación tras años de abuso de COPEI y Acción Democrática y, en buena medida, en México con López Obrador. Bukele es producto de la indignación.
A Bukele también hay que reconocerle varios logros. El primero es la disminución del número de asesinatos en El Salvador, que ha generado una renovada esperanza de que el país, que hasta hace poco era uno de los más violentos del mundo, pueda encontrar la paz. Bukele también ha manejado con seriedad la pandemia y ha establecido programas de apoyo alimentario que han sido bien recibidos. No es casualidad que los salvadoreños lo miren con ilusión.
Pero Bukele tiene un lado oscuro. Ha seguido, por ejemplo, una ruta predecible y peligrosa en su relación con el periodismo crítico. Utiliza el megáfono presidencial —que, en su caso, incluye un uso hábil de las redes sociales— para descalificar y acosar a los medios que lo investigan. Ha sido particularmente duro con El Faro, un medio independiente que desde hace años ha practicado el periodismo crítico en El Salvador. A Bukele le importa poco lo que haya hecho El Faro en el pasado: si el objetivo de la investigación periodística es él, el periodismo merece descrédito y sorna desde el poder. El énfasis narrativo resulta familiar: cualquier crítico suyo es enemigo no solo de Bukele sino de El Salvador. Criticar a Bukele es traicionar al país.
Bukele también ha mostrado un talante autoritario que, con el poder que ha sumado ahora, probablemente empeorará. Hace un año irrumpió en la Asamblea rodeado de militares. Después de azuzar por días a sus simpatizantes, amenazó con remover a los legisladores que habían osado oponérsele. Bukele se contuvo en el último instante y evitó lo que a todas luces habría sido un acto de insurrección. Pero el gesto es revelador: como con el periodismo, no hay contrapeso que valga ni oposición que merezca respeto. Todos los contrapesos son equivalentes y merecen solo sospecha. Da lo mismo un miembro de la oposición política que un periodista. Esto era (y sigue siendo) un mal augurio para la democracia salvadoreña.
En cualquier caso, Nayib Bukele no necesitará más de amenazas para hacer lo que le plazca en El Salvador. Controla el Legislativo con holgura inédita. No parece dispuesto a someterse a ninguna examinación periodística seria. En las últimas semanas decidió ofrecer dos entrevistas. La primera al youtuber mexicano Luisito Comunica, que le bebió el aliento. La segunda, al presentador de Fox News Tucker Carlson, uno de los propagandistas más activos del trumpismo quien, además, alguna vez sugirió que El Salvador era “un país de mierda”, haciendo eco de uno de los horrores discursivos de Trump. Bukele utilizó la entrevista con Carlson para provocar a Jorge Ramos, mi colega de Univision, que ha buscado a Bukele desde hace tiempo para una entrevista que, a juzgar por el estilo de Ramos, sería un desafío. Bukele ha preferido atacar a Ramos.
Por ahora, el triunfo histórico de Bukele debe servir de lección para entender el potencial del discurso que arraiga en el hartazgo y la indignación. Pero también habrá que aprender el alcance de la propaganda que fomenta la polarización con fines de lucro político. Bukele consiguió echar a todos los contrapesos de la democracia salvadoreña en el mismo saco que sus opositores de verdad. Desde ahí, Bukele preguntó al electorado salvadoreño si lo prefería a él o a todos los demás: Bukele o los traidores, él o el abismo. El electorado salvadoreño optó por creer en la descalificación sistemática que proponía Bukele y le dio las riendas enteras al joven redentor. Ahora, el presidente de El Salvador tendrá que demostrar que es capaz de contener sus impulsos autoritarios. La historia no está de su lado: la concentración de poder en una sola persona nunca conduce a la consolidación de la democracia o las libertades. Ahí queda la lección para quien quiera entenderla.