Si lo sabrán hoy el presidente Sebastián Piñera y los políticos de los partidos tradicionales de Chile que, acomodados en sus puestos de poder, en sus peleas palaciegas, ajenos a la ciudadanía, fueron sorprendidos en ese ya mítico octubre de 2019, cuando estudiantes secundarios comenzaron a saltarse los torniquetes del metro en la ciudad de Santiago para protestar por el alza al precio del boleto.
Los jovencitos se juntaron, gritaron, saltaron los molinetes una, dos, diez veces. La rebeldía se multiplicó luego en inéditas e imparables movilizaciones masivas, la reconversión de la Plaza Italia en la Plaza Dignidad y el repudio de un amplio sector social a la inequidad enquistada en Chile, el país que hasta entonces era puesto como ejemplo del éxito neoliberal en América Latina.
El espejismo se derrumbaba. Mientras tanto, Piñera insistía en las represiones, en la difamación permanente hacia los manifestantes. Creía que podría controlar la situación. Pero se equivocó. La realidad lo rebasó a cada paso. En octubre del año pasado, en un plebiscito que se vivió a pura emoción, un contundente 78% de ciudadanos dijo que aprobaba una nueva Constitución.
Por fin, los chilenos podrían sacudirse el lastre de la Constitución que les dejó el dictador Augusto Pinochet y que, después de tres décadas de democracia, está vigente.
Sin planearlo ni quererlo ni esperarlo, las y los jóvenes chilenos iniciaron un movimiento social que adquirió una magnitud histórica y que hoy, año y medio después, adquiere tintes épicos, porque la Constitución surgida de esas protestas estudiantiles será escrita, en su gran mayoría, por líderes feministas, barriales, ambientalistas, de derechos humanos, indígenas, activistas LGTBI y de todo tipo de causas sociales y sin experiencia partidista.
Será una Convención con equidad de género entre sus integrantes y mayoritariamente de izquierda, con liderazgos nuevos y progresistas, emanados del estallido que modificó por completo el mapa político de un país que ya se sacudió el mote de ser uno de los más conservadores de la región. Como bien resume uno de los lemas de las protestas: Chile despertó.
Piñera fue el gran derrotado de las elecciones. Y cómo no. A fuerza de votos, la sociedad chilena se cobró no sólo la desigualdad provocada por las políticas neoliberales, sino también la persistente violencia institucional ejercida por las fuerzas de Seguridad a su cargo.
Ahí están los informes de Amnistía Internacional, y de Michelle Bachelet, la expresidenta y Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que detallan el uso de armas letales, ataques indiscriminados contra manifestantes pacíficos y violentos, torturas, malos tratos, violaciones y abusos sexuales, detenciones arbitrarias masivas, heridas con armas de fuego a adultos, jóvenes, niñas y niños.
Ahí están, frente a las cámaras en vivo, los chorros de agua, las persecuciones, los gases lacrimógenos, la sangre. Los muertos, los mutilados, los heridos. La impunidad.
Ahí está la denuncia contra Piñera por crímenes de lesa humanidad interpuesta en la Corte Penal Internacional de La Haya.
Y las encuestas en las que más del 90 % de la ciudadanía reprueba a un presidente que debe esperar con ansias el momento de dejar La Moneda. Ya le falta poco. Las elecciones son el 21 de noviembre y en marzo próximo entregará el poder. Es menos de un año pero, en estas condiciones de debilidad política extrema y de desprecio social, parece una eternidad.
Rumbo a la Convención, el Gobierno y sus aliados aspiraban a tener 52 escaños, el tercio necesario para vetar artículos e imponer sus posiciones conservadoras en la Constitución. Pero solo obtuvieron 38. Más allá del reconocimiento de la derrota, en la derecha todavía persiste un desconcierto que se traduce en fastidio, descalificaciones y en la repetición de amenazantes lugares comunes («vamos a ser Chilezuela») que no tuvieron efecto alguno en la mayoría de los votantes. Los subestimaron.
Las elecciones demostraron que en Chile, a diferencia de la mayoría de los países de la región, el Partido Comunista (PC) está vivito, coleando y con un precandidato presidencial que avanza a paso firme con miras a las elecciones de noviembre.
Se trata de Daniel Jadue, el alcalde de Recoleta que fue reelecto por segunda vez de manera consecutiva. Pero las figuras emergentes e inesperadas son Irací Hassler y Javiera Reyes, dos jóvenes economistas que ganaron las alcaldías de Santiago y Lo Espejo, y que ya forman parte de la renovación de la clase política chilena demandada por las protestas de 2019.
Sus triunfos pueden desconcertar a más de un despistado, porque la palabra «comunista» se actualizó en los últimos años con una exitosa carga de estigmatización para apelar a fantasmagóricos regímenes autoritarios propios de la fenecida Guerra Fría.
Pero aquí las campañas del miedo no lograron su cometido y el PC local, democrático y anclado en la defensa de las luchas populares y derechos humanos, sumó votos que fortalecen su influencia pública en medio del intenso proceso de transformación política y social que estalló en octubre de 2019 y que el fin de semana, con las elecciones, escribió otro capítulo crucial.
«Borrar tu legado será nuestro legado», decía el mensaje dirigido al último dictador chileno y plasmado en una bandera gigante en la Plaza Dignidad durante los festejos del triunfo del plebiscito en octubre. Hoy están más cerca de cumplir esa promesa. Más al norte, la agitada Colombia toma nota de lo que puede lograr la protesta y la organización popular.
La transformación chilena no será fácil, como no lo es ningún avance histórico. Para empezar, los «mercados» (los especuladores de siempre) reaccionaron como suelen hacerlo ante cualquier avance de la izquierda: con devaluación de la moneda y desplome de la Bolsa. Son tan previsibles.
Lo único seguro es que, ahora sí, los políticos y medios neoliberales ya no podrán poner más a Chile como ejemplo del buen alumno. Se quedaron sin nada para presumir.
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