Para el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador sólo hay dos alternativas posibles: o estás con él o estás en su contra.
La premisa, binaria y simplista, la repite a diario en sus conferencias de prensa, sin importar el tema del que se trate. En estos poco más de dos años de Gobierno, ya convenció a sus seguidores de que todos aquellos que lo critican son «conservadores». Adversarios. Y hay que combatirlos. Denunciarlos. Dejarlos en evidencia.
Una de sus obsesiones es la prensa opositora que, sí, es cierto que existe, y que, como pasa en la mayoría de los países latinoamericanos gobernados por líderes identificados con el progresismo, es numerosa y está conformada principalmente por medios tradicionales y periodistas ricos y famosos, que tienen altos y protagónicos niveles de presencia en la opinión pública y que manipulan la información con intereses estrictamente personales.
El problema es que, con sus permanentes descalificaciones a quienes no le son afines, López Obrador termina mezclando todo, estigmatiza a los periodistas en general e instiga la intolerancia y la violencia verbal contra cualquier trabajador de prensa. Si lo sabrán las y los reporteros que acuden a sus conferencias y que, cuando osan realizar preguntas consideradas incómodas, reciben inmediatos y masivos ataques en redes sociales.
Son agresiones que van en aumento, que el presidente jamás condena ni desalienta, y que padecen otros sectores de la sociedad, ya sea feministas, ambientalistas o defensores de derechos humanos que cuestionan determinadas políticas de Gobierno.
La paradoja es latente, porque el triunfo de López Obrador y los dificultosos avances democráticos en México se explican en gran parte por las luchas que encabezaron muchos de esos grupos de la sociedad civil —entre ellos algunos medios y periodistas— que hoy se ven afectados por el discurso presidencial marcado por un permanente tono de confrontación que quiere imponer un mundo de blanco y negro, sin matices. Es decir: irreal.
Deformaciones
Para estos sectores, incluidos periodistas que investigaron y denunciaron con seriedad la corrupción de gobiernos anteriores y la devastación social provocada por el neoliberalismo, la llegada de López Obrador a Palacio Nacional significó un halo de esperanza. Pero respaldar o creer en sus promesas de honestidad y justicia social no tenía por qué convertirse en un cheque en blanco, en una conversión al periodismo oficialista. No. Muchos creemos que nuestra función no es defender a ningún Gobierno. Tampoco, claro, convertirnos en necios opositores. Sí lo es mantener el espíritu crítico, combatir la dañina polarización y evitar los discursos plagados de violencia.
Al presidente esto no le basta. Otra vez: estás con él o estás en su contra.
Lo volvió a demostrar la semana pasada cuando, sin pregunta de por medio, descalificó a Artículo 19, una organización internacional que toma su nombre del Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos referida a la libertad de opinión y de expresión, y que forma parte del colectivo social que ha ayudado a los periodistas en el clima de extrema violencia que hay en México.
Como ya es costumbre, López Obrador revolvió temas. En principio, denostó el informe anual sobre derechos humanos que acababa de publicar el Departamento de Estado de EE.UU. y que mencionó a la directora de la estatal agencia de noticias Notimex, Sanjuana Martínez, por estar acusada de organizar ataques contra periodistas en redes sociales.
«Nosotros no nos metemos a opinar sobre violaciones de derechos humanos en Estados Unidos, somos respetuosos, no podemos opinar sobre lo que sucede en otro país, entonces ¿por qué el gobierno de Estados Unidos opina sobre cuestiones que sólo competen a los mexicanos?«, preguntó el presidente.
En ese aspecto tiene razón, ya que el reporte de EE.UU. es una más de las cotidianas estrategias intervencionistas de un país que se arroga el derecho de fiscalizar al resto del mundo y al que nadie pide cuentas sobre las cotidianas violaciones a los derechos humanos que reciben los migrantes o la población afroamericana, entre otros.
La inclusión de Martínez en el informe estadounidense retomó una investigación realizada el año pasado por Aristegui Noticias, Signa Lab del ITESO (Universidad Jesuita de Guadalajara) y Artículo 19 que reveló que la periodista aprovechaba su cargo en Notimex para amenazar, difamar, hackear y acosar a sus críticos e intimidar a los trabajadores de la agencia, muchos de los cuales denunciaron misoginia, despotismo, presiones, maltrato y violación de derechos laborales.
Todo ello, con el uso de recursos públicos.
Crisis
El caos en Notimex —en donde fui corresponsal en Argentina durante 16 años— ha sido permanente desde que asumió Martínez, quien, con el pretexto de combatir la corrupción que efectivamente imperaba en el Sindicato de la agencia, ejecutó despidos masivos y campañas de difamación en contra de los trabajadores.
La tensión finalmente provocó que en febrero de 2020 comenzara una histórica huelga, que ya cumplió más de un año; que desde junio del año pasado hayan cesado por completo las actividades de una agencia que operaba desde 1968 y que era la más grande de América Latina; y que se diriman en tribunales múltiples demandas por despidos injustificados.
Las promesas de López Obrador de una pronta solución a esta grave crisis en un medio público han sido tan frecuentes como incumplidas. En lugar de responder a tantos desmanejos en Notimex, el presidente volvió a defender a Martínez por lo publicado en el informe de EE. UU. y optó por atacar a Artículo 19.
«Ese organismo está apoyado por el extranjero, pero además toda la gente que tiene que ver con Artículo 19 pertenece al movimiento conservador que está en contra nuestra. Puedo probar todo lo que estoy diciendo pero pues eso puede ser nota en el New York Times o cualquier otro periódico», acusó.
López Obrador sólo defenestró a esta organización y nada dijo de Aristegui Noticias o de Signa Lab, el medio y el laboratorio académico que participaron en la investigación sobre Martínez, lo que puede deberse a que, apenas una semana antes, Artículo 19 había presentado «Distorsión: El discurso contra la realidad«, un informe pormenorizado sobre el crítico estado de la libertad de prensa en México y que cuestionó al presidente por usar sus conferencias para estigmatizar a la prensa.
La defensa a Artículo 19 ante el embate de López Obrador fue generalizada en el gremio, porque esta y otras organizaciones han sido fundamentales para ayudar, sin importar el gobierno de turno, a periodistas perseguidos, amenazados, agredidos.
Porque, más allá de la construcción narrativa impuesta por López Obrador, no todos los que emiten alguna crítica son conservadores, neoliberales ni de derecha, ni están en contra de su Gobierno. Tampoco cobran sobornos ni responden a «intereses extranjeros». No es todo lo mismo. Hay preocupaciones, resistencias, luchas colectivas, activismos genuinos que datan de hace décadas, mucho antes de que él llegara a la presidencia, y que, a pesar de todas las presiones, han mantenido su coherencia sin importar el financiamiento nacional o internacional que reciben.
Con sus acusaciones, López Obrador consiguió, una vez más, distorsionar el debate público. En lugar de resolver la crisis de Notimex, detonó una campaña de ataques a Artículo 19 con un nivel que, como dijo Carmen Aristegui, no corresponde a un jefe de Estado y a un demócrata.
A estas alturas, la actitud del presidente ya no sorprende, pero no deja de ser preocupante en un país en el que el 50 % de las agresiones que padecen las y los periodistas provienen por parte de agentes del Estado. En un país en el que, en los primeros dos años de su Gobierno, ya fueron asesinados 17 comunicadores. Y en donde los ataques a la prensa se replican a diario desde el máximo puesto de poder político.